No es que le gustara el orden como tal, pero entendía que era necesario para que las cosas funcionaran, y la mejor forma de generar orden era poner reglas. Las tenía para todo: qué comer, cómo vestir, cuánto entrenar, cómo repartir su tiempo libre…
Una vida en orden, bendita rutina.
Entendía también que uno a veces tiene que hacer lo que tiene que hacer, aunque no le apetezca. Era como el dicho de las lentejas, aunque las lentejas en su casa si las querías las tomabas y si no te estarían esperando la próxima vez que te sentaras a la mesa. Con las reglas pasaba eso: cuando tocaba tocaba.
El problema es que fue pasando el tiempo y la lista no paraba de crecer. Cada vez había más orden, más y más normas. Menos espacio para respirar. En sentido figurado, por supuesto, pues también tenía una norma para eso: cuatro segundos inspirando, ocho segundos espirando.
Por aquel entonces ya era aquello prácticamente lo único que inspiraba, porque a las musas, o al menos a las que le habían acompañado hacía ya años, no les gustaba tanto el orden.
Siguió creciendo, envejeciendo, viviendo cada vez menos pero cada vez más en orden. Quizá no una vida plena, pero ejemplar. Se podrían haber escrito ensayos sobre ella, manuales…
Se olvidó de lo que era reír cuando se dio cuenta de que no podía recordar la última vez que lo había hecho. Entre todas sus normas nunca había escrito una al respecto. Ni una sola. Pero parecía tarde ya…
Estaba tan sometido a sus propias reglas, esas que lo habían mantenido en orden al tiempo que se lo arrebataban todo, que no veía la forma de salir. No veía por dónde empezar, que regla desobedecer primero sin que su mundo se viniera abajo. Y no empezó.
Siguió viviendo, si es que se le podía llamar así, viendo los días pasar sin que nada consiguiera alegrarle.
Volvió a sonreír el último día, justo antes de liberarse de sí mismo y echar a volar.