Idealizamos las últimas oportunidades pero lo hacemos siempre tarde, a posteriori, cuando sabemos que ya no podemos tenerlas. Idealizamos las últimas oportunidades porque no son reales. Son exactamente lo mismo que esas ideas de respuesta que se nos ocurren tres días después de haber tenido una conversación. Iguales pero a la grande, porque conversaciones hay muchas pero últimas oportunidades hay solo una. En principio. Y para cada cosa.
Nos dejamos llevar por lo romántico de la idea, porque nos lo han dicho el cine, la poesía, y Alejandro Sanz. Ese último momento.
Es todo mentira.
La mayoría de nosotros no sabría qué hacer con una última oportunidad, porque poca gente sería capaz de avisarnos de que estamos ante una, y porque si alguien realmente se atreve a darte una última oportunidad quizá lo mejor sea que huyas, que no estamos aquí para aguantar los complejos de superioridad de nadie.
La vida se vive en el día a día.
No, no estoy hablando de vivir cada día como si fuera el último. ¡Qué horror! Vive cada día como lo que es, teniendo presente que si tienes que esperar a una última oportunidad para demostrarle a alguien lo mucho que te importa es que no te importa tanto, que querer no es decir te quiero sino estar ahí.
Si existieran, yo con todas mis últimas oportunidades haría eso: estar ahí.
A veces empiezas a ver el capítulo de esa serie que sigues y nada encaja, y es todo muy confuso y no entiendes qué hace David Hasselhoff con la camiseta puesta hasta que te das cuenta de que te has saltado un episodio.
Acabo de terminar de escribirles la carta a los Reyes Magos, porque uno nunca es demasiado mayor para creer en la magia, pero les he pedido ropa. ¿Alguien puede explicarme dónde está el capítulo que me falta?
Supongo que ese es el tema de mi postal de este año: ese punto que separa el «todo va bien» del «¿en qué momento se ha ido todo al garete?». Y os voy a contar una historia.
María y José están embarazados, que es como se dice ahora. María es virgen. José no hace preguntas porque la quiere y no hay internet todavía. Piensa que quizá esas cosas pasan.
José le dice a María que tienen que ir a Belén a noséqué de unos papeles. María le dice que le queda poco ya para tener al niño, que si no puede hacerlo por internet. José le dice que no, que sigue sin haber internet.
Se van a Belén.
El viaje es complicado porque es en burro y en la radio solo ponen villancicos, lo cual no deja de ser muy meta. Cuando por fin llegan a Belén descubren que está hasta la bandera, pues se ve que ha ido todo el mundo a arreglar los papeles el 24 porque el 25 es Navidad y está cerrado. Por culpa de esto no les queda otra que dormir en un establo, y ya que están dan a luz.
Pese a ser eso cuatro palos y un montón de paja todo va bien, muy muy bien. El niño nace sin complicaciones y sale ya limpio, baja un ángel del cielo, pasa una estrella fugaz y todos posan para la foto, que iba a ser un selfi pero al final no porque el brazo de José no da.
Esa es la estampa que ha perdurado hasta nuestros días. Ese es el «todo va bien».
Si habéis visto ya la postal os habréis dado cuenta de que no es esa foto la que yo he elegido. Si no la habéis visto aún este podría ser un buen momento; así descansáis un poco y seguís leyendo en breve con más ganas.
¿En qué momento se ha ido todo al garete?
Antes las series se veían en la tele, y no había internet. Contar esto me hace sentir mayor de golpe. Antes si te perdías un capítulo te lo perdías, y quizá no volvías a tener ocasión de verlo a no ser que te hubieras acordado de programar el vídeo, si eras de esos pocos que sabían hacerlo. Vamos a jugar a que ahora es antes.
¿Qué hace el niño Jesús con un hombre lobo? ¿Por qué se intuye un dragón esperando ansioso en la parte trasera del camión de policía? ¿Qué hace María saltando por la ventanilla del asiento del copiloto? ¿Dónde está Melchor? ¿Es el furgón que vemos una especie de versión 2.0 del arca de Noé pero no nos damos cuenta porque solo nos han enseñado la escena desde un lado? ¿Están saliendo los animales de dos en dos (ua, ua) por la puerta trasera? ¿Se los va a comer el dragón? ¿Qué papel ha jugado Papá Noel en todo esto?
Nadie ha programado el vídeo.
Estoy bastante convencido de que alguien podría decir que mi postal de este año es una blasfemia, pero aquí tengo un conflicto interno: Jesús hizo todo aquello de los panes y los peces, y a mí desde pequeño me enseñaron que con la comida no se juega. No sé en vuestras casas, pero en la mía todo ese paripé no habría hecho gracia. Ni un poquito. ¿Quién es el que ofende ahora?
La verdad, ya poniéndome serio (dentro de mis conocidas limitaciones en la materia), es que tengo treinta y un años y sigo jugando con muñecos. ¿Dónde me sitúa eso? Le he pedido ropa a los Reyes, sí, que ya es un paso, pero por dentro sigo siendo un niño. La verdadera pregunta es: ¿quiero dejar de serlo? O mejor aún: ¿tiene sentido?
Voy por la calle y veo por ahí a muchos adultos de esos, y los veo grises, como apagados, mirando hacia abajo al móvil o si hay suerte al suelo, y yo creo que eso es porque ya no juegan, o juegan poco. Os voy a confesar algo: lo que más miedo me da es volverme gris.
No concibo una vida en la que se nos prohíba jugar, porque si no estamos aquí para pasárnoslo bien, ¿para qué estamos? Así que yo juego, de una manera o de otra.
Gracias por haberme ayudado a llegar hasta aquí sin volverme gris.
Feliz Navidad, feliz 2017 y, sobre todo, felices y largos días llenos de juegos.
Llega a casa cansada. No es de correr, ni de jugar, ni de cantar hasta quedarse sin voz; llega cansada de otra cosa, y ¿quién puede culparla? ¿Acaso los niños de hoy en día siguen cansándose por esos motivos?
Llega a casa cansada de un mundo que va tan deprisa que se olvida de sonreír.
Tira la mochila sobre un edredón salpicado de diseños de unos dibujos animados que jamás se ha molestado en ver, aunque a las niñas de tu edad les encantan. Mira durante un instante cómo su rostro apagado se refleja en esa pantalla que sus padres insistieron en instalar en su habitación como premio a sus buenas notas. Finge una sonrisa y sale del cuarto.
Baja las escaleras que dan al salón para encontrar a su hermano pequeño, que ni siquiera se ha molestado en dejar las cosas del colegio en su habitación, encendiendo a toda prisa la videoconsola. No hay tiempo que perder, ¿verdad?, le dice con una sonrisa que nace directamente en la superficie de su rostro. Él sonríe mientras asiente. No hay tiempo que perder para perder el tiempo, piensa ella para sus adentros.
Sale al jardín.
El día es radiante: brilla el sol, apenas hay nubes y las pocas que hay son de un blanco perfecto, tan puro que casi duele mirarlas. Después de contemplar el cielo durante un rato da un par de vueltas inspeccionando el suelo y finalmente se decide a coger una piedra. Esta es suficientemente grande.
Sube corriendo a su habitación como el que huye escondiendo un tesoro, pero ¿quién la va a ver? ¿Su padre que está trabajando en el despacho? ¿Su hermano que está hipnotizado frente al televisor?
Una montaña de ropa le salta encima cuando abre el armario, como una multitud deseosa de abrazarla. Desde que mamá se fue nadie me pide que ordene el cuarto, y eso es bueno. Eso, probablemente, sea lo único bueno. Las noches que se pasa llorando hasta que amanece definitivamente no lo son.
Se sacude de encima camisetas y pantalones, los aparta con el pie y arrastra una de sus dos sillas hasta el interior del armario. Nadie te encontrará aquí, susurra mientras sienta allí la piedra que acaba de subir del jardín.
Así es como nace Pedro.
Siente al principio la tentación de pintarle una cara, pero luego se echa atrás: no quiere que unos trazos condicionen su personalidad. Duda por un momento acerca de si tenerlo ahí es lo correcto, pero una piedra no anda, así que intuye que para ellas la libertad debe ser otra cosa y no se siente mal. Además, le está enseñando algo que jamás a visto: el mundo interior. Y le está regalando algo que ninguna otra piedra tiene en el mundo: una amiga.
Pedro es sin duda afortunado.
Sigue llegando a casa cansada cada día, pero ahora es distinto, pues ahí la espera Pedro. Hablan durante horas, o ella lo hace, pero a Pedro le encanta escuchar, y se emociona con cada relato, con cada sueño, con cada canción. Cuando su padre grita desde abajo que la cena está lista ella se despide siempre con la misma petición: regálame una sonrisa. Pedro nunca sonríe, pero qué más da: tampoco lo hace nadie en su entorno, y al menos Pedro nunca está triste ni enfadado. Está segura de que quiere sonreír pero no sabe cómo.
Una tarde, mientras le está contando a Pedro la anécdota de la clase de matemáticas que solo le ha hecho gracia a ella, se abre la puerta de improviso. Teme lo peor: por primera vez desde el incidente su padre ha subido a su cuarto. Se gira avergonzada pero no ve allí a aquel desconocido de semblante oscuro y barba severa, sino que vislumbra en su lugar a su hermano. Donde su padre le habría brindado indiferencia este la ahoga con crueldad. Por lo menos ahora se ríe…
Todos se ríen ahora, pero no se ríen como lo hace la gente feliz de la que le hablaba mamá antes de que se durmiera. Todos se ríen ahora, en casa, en la escuela; y ella se siente más triste que nunca.
Sigue hablando con Pedro, pero ahora ha colocado la otra silla también dentro del armario y siempre cierra las puertas una vez se sienta. Ya no le canta ni le cuenta cosas alegres, y empieza a convencerse de que si Pedro no se va también es porque no tiene piernas. Se siente triste y egoísta.
Su padre grita desde abajo que la cena está lista y ella se levanta. Regálame una sonrisa, habría dicho antes. Hoy simplemente se va.
Llega a casa cansada, sube las escaleras y entra en la habitación. No por ganas sino por costumbre se acerca al armario, abre las puertas y rompe a llorar cuando descubre que la silla está vacía: Pedro se ha ido.
Lanza la mochila al suelo, salta boca abajo sobre ese estúpido edredón y un fuerte dolor invade su cabeza. Es algo físico, lo cual no tiene sentido porque los edredones no duelen. Se aparta de la tela empujando con sus manos y ve ahí la piedra, con una línea curva definiendo una sonrisa de extremo a extremo.