Llega a casa cansada. No es de correr, ni de jugar, ni de cantar hasta quedarse sin voz; llega cansada de otra cosa, y ¿quién puede culparla? ¿Acaso los niños de hoy en día siguen cansándose por esos motivos?
Llega a casa cansada de un mundo que va tan deprisa que se olvida de sonreír.
Tira la mochila sobre un edredón salpicado de diseños de unos dibujos animados que jamás se ha molestado en ver, aunque a las niñas de tu edad les encantan. Mira durante un instante cómo su rostro apagado se refleja en esa pantalla que sus padres insistieron en instalar en su habitación como premio a sus buenas notas. Finge una sonrisa y sale del cuarto.
Baja las escaleras que dan al salón para encontrar a su hermano pequeño, que ni siquiera se ha molestado en dejar las cosas del colegio en su habitación, encendiendo a toda prisa la videoconsola. No hay tiempo que perder, ¿verdad?, le dice con una sonrisa que nace directamente en la superficie de su rostro. Él sonríe mientras asiente.
No hay tiempo que perder para perder el tiempo, piensa ella para sus adentros.
Sale al jardín.
El día es radiante: brilla el sol, apenas hay nubes y las pocas que hay son de un blanco perfecto, tan puro que casi duele mirarlas. Después de contemplar el cielo durante un rato da un par de vueltas inspeccionando el suelo y finalmente se decide a coger una piedra. Esta es suficientemente grande.
Sube corriendo a su habitación como el que huye escondiendo un tesoro, pero ¿quién la va a ver? ¿Su padre que está trabajando en el despacho? ¿Su hermano que está hipnotizado frente al televisor?
Una montaña de ropa le salta encima cuando abre el armario, como una multitud deseosa de abrazarla. Desde que mamá se fue nadie me pide que ordene el cuarto, y eso es bueno. Eso, probablemente, sea lo único bueno. Las noches que se pasa llorando hasta que amanece definitivamente no lo son.
Se sacude de encima camisetas y pantalones, los aparta con el pie y arrastra una de sus dos sillas hasta el interior del armario. Nadie te encontrará aquí, susurra mientras sienta allí la piedra que acaba de subir del jardín.
Así es como nace Pedro.
Siente al principio la tentación de pintarle una cara, pero luego se echa atrás: no quiere que unos trazos condicionen su personalidad. Duda por un momento acerca de si tenerlo ahí es lo correcto, pero una piedra no anda, así que intuye que para ellas la libertad debe ser otra cosa y no se siente mal. Además, le está enseñando algo que jamás a visto: el mundo interior. Y le está regalando algo que ninguna otra piedra tiene en el mundo: una amiga.
Pedro es sin duda afortunado.
Sigue llegando a casa cansada cada día, pero ahora es distinto, pues ahí la espera Pedro. Hablan durante horas, o ella lo hace, pero a Pedro le encanta escuchar, y se emociona con cada relato, con cada sueño, con cada canción. Cuando su padre grita desde abajo que la cena está lista ella se despide siempre con la misma petición: regálame una sonrisa. Pedro nunca sonríe, pero qué más da: tampoco lo hace nadie en su entorno, y al menos Pedro nunca está triste ni enfadado. Está segura de que quiere sonreír pero no sabe cómo.
Una tarde, mientras le está contando a Pedro la anécdota de la clase de matemáticas que solo le ha hecho gracia a ella, se abre la puerta de improviso. Teme lo peor: por primera vez desde el incidente su padre ha subido a su cuarto. Se gira avergonzada pero no ve allí a aquel desconocido de semblante oscuro y barba severa, sino que vislumbra en su lugar a su hermano. Donde su padre le habría brindado indiferencia este la ahoga con crueldad.
Por lo menos ahora se ríe…
Todos se ríen ahora, pero no se ríen como lo hace la gente feliz de la que le hablaba mamá antes de que se durmiera. Todos se ríen ahora, en casa, en la escuela; y ella se siente más triste que nunca.
Sigue hablando con Pedro, pero ahora ha colocado la otra silla también dentro del armario y siempre cierra las puertas una vez se sienta. Ya no le canta ni le cuenta cosas alegres, y empieza a convencerse de que si Pedro no se va también es porque no tiene piernas. Se siente triste y egoísta.
Su padre grita desde abajo que la cena está lista y ella se levanta.
Regálame una sonrisa, habría dicho antes. Hoy simplemente se va.
Llega a casa cansada, sube las escaleras y entra en la habitación. No por ganas sino por costumbre se acerca al armario, abre las puertas y rompe a llorar cuando descubre que la silla está vacía: Pedro se ha ido.
Lanza la mochila al suelo, salta boca abajo sobre ese estúpido edredón y un fuerte dolor invade su cabeza. Es algo físico, lo cual no tiene sentido porque los edredones no duelen. Se aparta de la tela empujando con sus manos y ve ahí la piedra, con una línea curva definiendo una sonrisa de extremo a extremo.
IZAL – La piedra invisible
Formas de saber que tu ausencia duele todavía.
Muy bonita esta entrada.
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Pero no tanto como tú 😉
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Oye, por poco me muero de tristeza cuando Pedro se fue. Me llenó de esperanza cuando lo encontré de nuevo en la cama. Petonets, mi Principe.
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Al final todo sale bien 🙂 ¡Un abrazo!
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Sí, así es.
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