Cansado de su mala suerte, dejó el vaso de leche medio vacío sobre la mesita que tenía enfrente, se levantó del sofá y caminó lentamente hacia la entrada. Una vez allí, se acercó al paragüero y buscó entre aquellos paraguas viejos el que era su favorito, aquel largo y negro que en una ocasión había llegado a proteger de la lluvia al mismo tiempo hasta a cinco personas, aunque él ya no recordaba aquello: lo miraba y solo veía las incontables veces en las que dos habían caminado juntos bajo su negro amparo, dos, ese número del que ya nadie le ayudaba a formar parte, pues a ella ahora la resguardaba otra negrura.
Volvió al salón sirviéndose de su amigo como bastón, no porque lo necesitara, que aún era joven (o eso le gritaban los anuncios de la tele), sino porque se sentía agotado. El mundo ya no era como había sido una vez, y todo había pasado de repente. Sentado en el borde del sofá, con las piernas separadas, el bastón clavado en el suelo entre ambas, las manos descansando sobre su mango y su frente apoyada sobre estas, pensó en todo lo que había perdido. Pensó en ella, en sus amigos, en su familia. Pensó en su trabajo y en su casa. Pensó en su vida e incluso en sus ganas de vivir, esas que ya no encontraba por ningún lado.
Despegó la frente de sus manos y al ver el paraguas volvió a verla a ella, agarrada fuerte de su brazo bajo la incesante lluvia, temblando, no por el frío sino porque siempre temblaba cuando se rozaban. Levantó el paraguas del suelo y con el pulgar y el índice de su mano derecha se dispuso a abrirlo. Sabía que, de seguir con vida, ella le habría pedido que no lo hiciera, pues todo el mundo sabía que aquel gesto traía muy mala suerte. Pero tú ya no estás aquí, ¿verdad?, murmuró mirando hacia arriba, como si de algún modo ella siguiera en algún sitio sobre su cabeza, capaz de escucharlo. Y esto peor no puede ir.
El enorme paraguas desplegó sus alas negras.
¿Ves?, dijo entonces más animado, casi sonriente, mirando aún hacia arriba mientras se ponía en pie. ¡No ha ocurrido nad… y se calló de golpe al escuchar cómo el vaso del que había estado bebiendo antes se hacía añicos contra el suelo, desparramando sus restos mortales en un charco de sangre blanca.
Agachó una vez más la cabeza, cerrando el paraguas y volviendo a hablar casi para sí: si es que hasta ahora sigues teniendo siempre razón.
Es curioso cómo funcionan estas cosas, que al final ella, después de todo lo que habían vivido, había quedado reducida a un paraguas. La recordaba constantemente, pues estaba en todo lo que hacía, pero era más un concepto, una idea. Sin embargo, era mirar el paraguas y verla de nuevo ahí, físicamente, como si estuviera colgando de su brazo. Y siempre llovía. Caprichos de la mente, pues en una ciudad con no más de 50 días de lluvia al año esa no fue ni por asomo su escena más frecuente; pero ay cómo temblaba cuando se acurrucaba contra él bajo el paraguas.
Segunda parte – Tercera parte – Final
God Help The Girl – Hiding neath my umbrella
I’ve got a feeling the weather is changing.
Me gusta esta historia. Ya tengo ganas de poder seguir leyendo, señor contador de historias bonitas. Muaks
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Pues te toca ayudarme hoy 😛 ¡Un abrazo!
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A mi tampoco me gustan que las historias queden a medias.
He terminado de leer y he pensado.. ¿Ya? Venga vaaa, sigue!!!
Hoy me dejas entre sorprendida, emocionada y con ganas de más. Y esa imagen bajo el paraguas.
Buenas noches.. 😊
Un abrazo muy grande!!!
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Esas reacciones molan. A ver si te gusta cómo sigue… cuando lo escriba, que de momento está en mi cabeza, pero al escribirlo muchas veces cambia. ¡Un abrazo!
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Yo odio los paraguas, me encanta la lluvia, excepto si es de camino al curro 🙂
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Yo también soy de mojarme y disfrutarla, pero no siempre le va bien a uno empaparse, o no siempre acompaña el tiempo. Además, a veces pasan cosas bonitas debajo de los paraguas 😉
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Acabo de llegar a casa quiza es pronto para ser viernes y ha sido la lluvia lo que lo ha causado que curioso que abra mi tablet y lo primero que leo sea esta historia con un fonde de relámpagos
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Destino 😉
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