Strawberry Fields Forever

Llegó el final de la clase de yoga, el único momento en el que estoy casi seguro de que hago bien la postura, y digo casi porque es posible que incluso en la relajación haga algo mal. No penséis en nada, nos dijeron, y a lo mejor estaba bien tumbado boca arriba, pero de ser ese el caso sabía que lo de no pensar iba a ser lo que fallara. No sé no pensar, soy incapaz de vaciar la mente, pero estaba tan relajado…
Voy a conseguirlo, pensé (¡Mal! ¡Estás pensando!) mientras cerraba los ojos; y os vais a reír, pero vi una fresa. Tal cual. Una fresa pequeña, redondeada, roja y con sus hojitas encima. Una fresa que se mantenía erguida sobre su vertical del mismo modo que no había sido capaz de hacerlo yo media hora antes. Una fresa que quizá hasta levitaba sobre el suelo. Una fresa yogui: ahí es nada.

Abrí los ojos, consciente de que estaba pensando… y algo preocupado por el objeto de mis pensamientos, todo hay que decirlo. No pienses, Z, olvídate de la fresa.

Volví a echar los párpados sobre mis ojos y me encontré otra vez con ella, que sé que se habría estado riendo de poder hacerlo, pero era una fresa y las fresas no se ríen porque no tienen ni boca ni cara ni músculos faciales. Era como si supiera que intentaba huir de ella y quisiera decirme con su no risa que era inútil.
Dejé de preocuparme por estar pensando porque sentía cómo mi mente se iba aligerando, cómo los pensamientos salían ordenadamente, quizá por las orejas, como lo hace la gente no asustada en un simulacro de incendio. La fresa se quedaba.
Poco a poco iba notando también que el peso de mi cuerpo disminuía, que mis ochenta kilos se quedaban en setenta, en sesenta luego, en cincuenta instantes después… así lentamente hasta reducirme a gramos, no sabía cuántos exactamente, pero tenía claro que eran justo los que pesa una fresa yogui. ¿Casualidad? En absoluto.
Yo era la fresa.

No me había acostumbrado aún a mi realidad frutal cuando empecé a brillar. Eso ya me pareció raro, porque había visto Los Fruittis y podía aceptar que una fresa pudiera sentir (aunque sin reírse), estar de pie y hasta ser alcalde, pero lo que una fruta no hace nunca es emanar luz. Claro que se trataba de una fresa yogui…

Mi luminosidad iba en aumento a un ritmo vertiginoso, probablemente a la velocidad de la luz. Pasé en cuestión de segundos de rojo a rosa, de rosa a rosa claro, de rosa claro a rosa muy muy claro y de ahí a blanco. Llegado a aquel punto mi energía empezó a invadir el aire que me rodeaba, a cubrir los demás cuerpos como un simbionte alienígena hambriento. Tuve claro entonces qué era eso que me salía de dentro: yo, en mi forma de fresa yogui, era puro amor.
Se me reveló lo estúpido que estaba siendo mi yo humano tratando de amar a una sola persona, e incluso fui más allá y descubrí lo limitado que resultaba creer que se puede amar únicamente a las personas. Bañaba con mi luz todo lo que se cruzaba en mi camino, amándolo todo a mi paso. Era una fresa que irradiaba amor: a todo y a todos. Comprendí, sin ánimo de ser zetacéntrico, que era precisamente así como debían sentirse, en caso de existir, esos seres supremos de los que se habla en tantas culturas. Y sonreí.

El acto de sonreír fue como un Big Crunch que me devolvió de nuevo a un cuerpo de ochenta kilos tirado en el suelo a oscuras. Había rozado el nirvana y lo había echado todo a perder por haber sentido. Porque las fresas no sonríen.

La Santa Cecilia – Strawberry Fields Forever

Nothing is real.

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