Me acerco al ascensor y, como si lo viera por primera vez, me fijo en el cartel que hay a su lado en la pared: No utilizar en caso de emergencia. Le dedico un par de segundos y enseguida llego a la conclusión de que el mensaje no es para nada correcto. Como mínimo faltan datos.
Mi mujer está embarazada. Ha salido de cuentas. En cualquier momento puede ponerse de parto. Voy a trabajar, como todos los días de la última semana, en tensión. Una vez en la oficina no pierdo de vista el móvil. Compruebo cada tres minutos que no haya ningún icono de llamada perdida en la pantalla, por si, a pesar de tenerlo delante, se me hubiera pasado. Aunque sea imposible. Entonces suena. El niño (se me había olvidado deciros que es niño) se ha animado a salir. Cojo mis cosas corriendo, me levanto de la mesa y salgo disparado hacia el ascensor. En ese momento veo el cartel: No utilizar en caso de emergencia.
¡Mierda! Esto es una emergencia, ¿no? No le encuentro el sentido, pero echo escaleras abajo: si el letrero dice que el ascensor no puede utilizarse en caso de emergencia será por algo.
Trabajo en el piso veintitrés, que eso tampoco lo había comentado.
Intento acelerar al máximo, y bajar los escalones uno a uno no es lo más óptimo. De dos en dos mucho mejor, pero aún podría hacerlo más rápido: de tres en tres. Voy subiendo la apuesta hasta alcanzar un punto en el que mi velocidad es mayor de la que puedo controlar, así que tropiezo y empiezo a caer. Eso en el piso diecinueve.
Todo deja de dar vueltas en la planta trece. Por fin.
Grito, o más bien susurro lo más fuerte que puedo.
Ciento veintitrés segundos después (estoy tirado en el suelo, lleno de cortes y magulladuras, seguramente con algo -o muchos algos- roto -s-, no puedo moverme y lo único que se me ocurre para hacer más llevadera la agonía es contar los segundos) aparece una señora de la limpieza. Se asusta. Se estresa. Grita. Lo suyo sí que es gritar.
Catorce segundos y empieza a llegar gente. Alguien tiene la brillante idea de coger un móvil y llamar a una ambulancia.
Mi mujer está dando a luz, llevadme al mismo hospital que ella. No estoy seguro de cuál es, pero creo que es el San Juan de Dios. Es decir, lo más probable es que sea ese, ¿no? El setenta y pico por ciento de los hospitales se llaman así, si no más. Llevadme con ella… con ellos. Quiero ver a mi hijo, aunque sea sólo una vez.
Es mucho más fácil pensarlo que decirlo. Por las caras que me miran desde arriba intuyo que nadie está entendiendo nada.
Me acuerdo del hospital en el que nací, el día que nací. Es curioso, porque uno no tiene recuerdos de entonces, pero lo veo perfectamente, como si estuviera allí. Eso y mil cosas más.
La casa donde me crié. Mis padres. Mis hermanos. Navidad. El colegio. Los veranos en el pueblo. La familia. El instituto. Mi primer amor (una guarra, todo hay que decirlo). La universidad. Los amigos. Las fiestas. Ella. La graduación. El baile. Los fuegos artificiales. El trabajo. Los cumpleaños. Nuestra primera Navidad juntos. Sus ojos cuando me dijo estoy embarazada. Las lágrimas. Los preparativos. La habitación pintada de azul. La cuna. La espera.
La espera.
Tarde.
Muero.
Mi hijo nace huérfano.
Lo sentimos. De haber llegado unos minutos antes probablemente habríamos podido salvarlo, le dirán luego a mi mujer, pero no pudimos hacer nada: eran trece pisos… y había un cartel.
Puto cartel.
The Doors – The end
Desperately in need… of some… stranger’s hand.