Estaba en la oficina cuando he decidido tomarme un descanso para bajar a comprar plátanos. Lo hago mucho, lo de comprar plátanos, aunque no tanto como lo de estar en la oficina. La gente suele mirarme demasiado cuando vuelvo, muchos incluso se ven obligados a hacer algún comentario, no entiendo por qué, como si fuera la primera vez que ven a alguien que ha comprado plátanos.
La cosa es que he llegado al supermercado y he cogido mis plátanos. Hasta ahí bien.
Me he acercado a la caja, los he puesto en la cinta y he esperado pacientemente mi turno. La cajera los ha pesado y me ha indicado el importe: un número pequeño que acababa en dos céntimos. Todo correcto.
He abierto el bolsillo de las monedas de mi cartera y ha sido entonces cuando las he visto, brillantes e inquietas, con la inocencia que sólo alguien que ha vivido poco o muy deprisa conserva. Sonreían, y era raro, porque las monedas de un céntimo españolas no tienen cara, pero el caso es que sonreían, y mucho. Las he inspeccionado brevemente antes de entregárselas a la mano que las esperaba: mostraban exactamente el mismo tono, lo cual ha cobrado sentido cuando he reparado en que ambas habían sido acuñadas en el mismo año: dos mil trece. He entendido entonces el motivo de su alegría: ¡eran tan afortunadas!
Probablemente llevaban juntas desde su nacimiento, y en un año habían tenido tiempo suficiente para darse cuenta de que en su mundo eso no era lo más habitual. La vida de una moneda no es fácil. Se crece rápido, con el golpe. Lo normal es ir y venir, cambiando siempre de compañeras, ignorando cuando llegas a un sitio nuevo si se tratará de un hogar o de una estación de paso.
Una vez más habían conseguido permanecer unidas tras una nueva transacción, y eso las hacía únicas.
Las han metido otra vez en un cajón con decenas que son como ellas, aunque brillan menos, y han apagado la luz de un empujón. Son jóvenes, pero ya saben cómo va aquello: a fin de cuentas todos los cajones son parecidos. El suelo tiembla anunciando que se va a hacer la luz, y una vez eso ocurre se llevan a unas cuantas, otras tantas vienen. A veces hay suerte y no se va ninguna, pero la angustia entra siempre al mismo tiempo que la luz . ¿Habrá llegado ya el momento de separarse? Cada vez que sienten el terremoto corren hacia el fondo tratando de esconderse, intentando aferrarse un poco más a aquel lugar, no porque les guste especialmente, sino porque quedarse en el mismo sitio es la mejor manera de seguir juntas.
Entre susto y susto, en las oscuridad, les encanta contar historias de miedo.
Es igual en todos los lugares: al principio las demás siempre les piden que paren, que con el día a día dicen que ya tienen bastante, pero ellas no lo hacen, pues saben que en cuestión de minutos estarán todas entusiasmadas con el relato, con ganas de más, centradas en la narración y habiéndose olvidado precisamente de ese día a día. La moneda que enloqueció tras pasar la eternidad sola dentro de una hucha o el céntimo que fue abandonado a su suerte en mitad de una autopista. Las historias siempre son parecidas; ventajas de cambiar constantemente de público. La moraleja también suele ser común: en el fondo todo podría ser peor. Quizá no es mucho, pero algo reconforta.
Ojalá sigan ahora mismo en ese cajón haciendo que las monedas de cinco céntimos, que van de duras porque son más grande, se estén cagando dos cajones más allá. Eso querrá decir que al menos esta noche la pasan juntas.
I’ve always been dark with light somewhere in the distance.
habría que escuchar la historia del día que esas dos monedas se fueron de cañas 🙂
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Quizá la escuchemos algún día 🙂
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el «comeplátanos» 🙂 eres un grande!
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That’s me! 😀
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